domingo, 31 de octubre de 2010

Miguel Hernandez- Nanas de la cebolla / J.M. Serrat



Este es un pequeño homenaje a Miguel Hernández, ayer se cumplían 100 años de su nacimiento.
El que fuera el "más genial epílogo" de la Generación del 27, así lo definió Dámaso Alonso, fue un poeta sencillo y emocionante, que supo como pocos hablar de la vida y el amor, de la guerra y la muerte.
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Miguel Hernández nació en Orihuela dentro de una familia humilde. Antes de participar en tertulias, publicar en revistas literarias, y dar recitales en el frente republicano, pastoreó cabras. Al terminar la Guerra Civil española fue encarcelado. Murió en la cárcel de Alicante en 1942, a los 32 años.
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Llegó con tres heridas: La de la vida,la del amor, la de la muerte.
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sábado, 23 de octubre de 2010

Sevilla



Estoy enamorado de su luz, de su olor, de sus rincones, de sus calles, de su plaza de toros, de la Torre del Oro, de la Giralda y su Catedral. Me estremezco de emoción cuando entro desde los Reales Alcázares, a través del patio de Las Banderas, en el callejón del Agua, en la Judería. Me vuelve loco pasear por las callejuelas del Barrio de Santa Cruz, me emociono como un adolescente enamorado en Triana, disfruto como en pocos sitios paseando por el Parque María Luisa y por la Plaza de España.

Por motivos de trabajo he pasado tres días en Sevilla esta semana, y como ya he dicho me declaro públicamente enamorado de esta ciudad. No soy capaz de trasladar a través de las palabras los sentimientos que produce en mí pasear por ella a cualquier hora del día de la noche. Cada vez que he ido he descubierto una ciudad nueva y distinta, cada vez que me he perdido por sus calles he vivido una ciudad diferente, y siempre vuelvo con el mismo sentimiento de añoranza, de querer volver para quedarme.

En esta ocasión he tenido la posibilidad de cenar una noche en el restaurante Abades Triana, al píe del rio Guadalquivir, en frente de la Torre del Oro y con unas vistas impresionantes de la Catedral. Un espectáculo único, lo de menos fue la cena, lo que realmente es impagable es disfrutar de la vista privilegiada que desde allí se disfruta a través de sus ventanales. Hay cosas que uno se tiene que regalar al menos una vez en la vida, y creo sinceramente que esta es una de ellas.

Pero si de aquí salí impresionado, aún quedaba una experiencia cuanto menos igual que esta o incluso mayor. Al día siguiente en un recorrido por la ciudad, disfrazado de juego para enseñar las distintas maravillas a compañeros de otros países que allí nos hemos concentrado, paramos a media tarde para tomar una copa, en mi caso siempre un Gin Tonic, en la azotea de uno de los hoteles más cool de la ciudad. La terraza del Hotel EME Catedral de Sevilla es única por su ubicación, a espaldas de la Catedral, en la calle Alemanes, con la Giralda pegada a la fachada del hotel, te ofrece un espectáculo incomparable. Si ya a esas horas la impresión es mayúscula, me imagino que en una noche de primavera, en esa misma terraza, con la Catedral iluminada, y con el embriagador olor a azahar que la ciudad de Sevilla te regala, la experiencia ha de ser casi mística. Sinceramente lo recomiendo con la misma intensidad, seguridad y convencimiento de que yo he de volver, no se que primavera, para regalarme tan exquisito placer.

No lo puedo esconder, no lo voy a negar, si alguna vez me pierdo y de mi no volvéis a saber, ir a buscarme a Sevilla, seguro que me encontráis sentado en esa azotea con mi Gin Tonic en la mano, la mandíbula caída, la mirada perdida, extasiado en un placer rayando el onanismo y autista del resto del mundo.

domingo, 10 de octubre de 2010

Un paseo entre las nubes


Salir a pasear por la Sierra de Guadarrama es un placer que está al alcance de todos, no necesitas nada más que la voluntad de madrugar, un equipo muy básico de montaña, más o menos tres o cuatro horas desde que sales de casa, una buena compañía si no quieres ir sólo, un conocimiento básico de todas las rutas posibles y especialmente las ganas de disfrutar de un regalo de la naturaleza que muy poca gente sabe y quiere apreciar.

Sé que soy un privilegiado por vivir muy cerca de esta maravilla de la naturaleza, además tengo la virtud o el defecto de dormir poco y madrugar no es un problema, cuento con la mejor compañía posible para estos paseos, y disfruto especialmente de todo aquello que tiene que ver con la majestuosidad que la sierra de Madrid nos ofrece.

Esta mañana he salido sin tener muy claro cual iba a ser la ruta a seguir. Subimos al puerto de Navacerrada y empezamos a andar sin prisa por el camino Schmidt. Antes de llegar al collado Ventoso seguimos la senda de Cospedes hasta alcanzar el puerto de la Fuenfría, deshicimos camino por la carretera de la República y en bucle entramos de nuevo en el camino en sentido subida desde Cercedilla, para llegar esta vez sí al collado Ventoso y volver al puerto.

Entre pinos silvestres, helechos, piornos, retamas, y rocas de granito ha transcurrido el paseo. Un poco de esfuerzo en tramos cuesta arriba que sirven para pelearse con uno mismo y pensar que a ciertas edades uno todavía puede pedirle a este cuerpo que sufra lo suficiente como para no aceptar de buen grado el paso de los años y la falta de energía que acompañaban en décadas pretéritas. Un día gris, ya fresco en estas altitudes, sin aguaceros, combinando el gris de los cielos con algún despertar de luz entre las nubes. Una buena conversación mientras el resuello lo permitía, pocos encuentros con madrugadores paseantes como nosotros, silencio mucho silencio, y un inmenso placer que penetra en uno a través de los sentidos: la vista siempre espectacular de un inmenso paraje regalo de la sabia naturaleza, el oído de un silencio repleto de ruidos inusuales, el tacto de la vida vegetal, el olfato de olores llenos de humedad, de matices exclusivos de madera, tierra, y plantas.

Disfrutar de todas estas sensaciones no es un placer exclusivo, todos podemos adueñarnos de un trocito de esta sierra que tan cerca tenemos y tan poco valoramos, tan poco disfrutamos. Sólo es necesario un poco de esfuerzo en lo personal, pero realmente tan grande es la recompensa que el balance siempre es positivo. Sólo pido un favor, cuando te decidas a hacerlo respeta lo que allí te vas a encontrar, disfruta de su majestuosidad e intenta que tu paso por ella sea inédito, para que perdure año tras año por el resto de los tiempos y así cada vez que volvamos recibamos al menos el mismo regalo que hoy te puedes encontrar.
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domingo, 3 de octubre de 2010

La Flor de la Pasión


Como cada noche se acercaba caminando ya pasadas las doce hasta la “Flor”. Hacía frío, el invierno estaba siendo uno de los más duros de los últimos años. Para ser un lunes del mes de febrero, y a pesar de las horas, en las cercanías de la Plaza de España se podían aún ver algunos rezagados del final del día, un reducido grupo de indigentes acercándose a las puertas del metro para buscar cobijo en una noche heladora, y un goteo incesante de coches transitando por la Gran Vía.

Andaba despacio, sintiendo sus lentos pasos resonar en el silencio de la noche que cubría como un manto la calle Leganitos. Las manos en los bolsillos de su ajado abrigo que le cubría hasta las rodillas su traje de alpaca gris con brillos que cada noche vestía para acudir a la cita con la única familia que había tenido. El cuello del gaban subido hasta rozar sus orejas, y en la cabeza su antiguo sombrero negro de fieltro. Sus zapatos de piel fina de cocodrilo, sin apenas ya tacones y con algún que otro agujero en la suela de ambos por el uso diario desde hacia tanto tiempo no le protegían del frío helador de aquella noche.

Miguel pasó por delante de la puerta cerrada de la comisaría de la Policía Nacional. Por las horas y seguro que más por el frío de aquella noche no había ningún policía apostado de guardia en la entrada, las tristes luces del interior se veían a través de los sucios cristales y a penas un murmullo de voces apagadas traspasaba la frontera con la calle. Continuaba su pausado andar calle abajo ya muy cerca de su destino final. Estaba seguro de quien sería su compañía una noche más. Allí estarían todos, los mismos parroquianos de siempre y el plantel de aquel reducido grupo de mujeres que hacía ya algunos años habían dejado atrás la edad de la frescura juvenil y la lozanía de sus cuerpos.

No le cabía la menor duda, sabía que según entrase por la puerta y bajase los peldaños de la escalera vería en la misma mesa del rincón a Don Orestes, funcionario ya jubilado del Ministerio de Cultura, leyendo un ajado libro sobre la vida y milagros de sabe Dios que héroe de la antigua cultura griega. Con su inseparable vaso ancho de Pilé 43, con un solo hielo, y la pajita con la que sorbo a sorbo iba dando cuenta de su única consumición que estiraba en el tiempo hasta la hora de volver a casa. En la barra, y más pegado que sentado en la banqueta, consumiendo whisky tras whisky, siempre de importación y de calidad variable dependiendo del peculio disponible, estaría Ernesto, único sobrino nieto y heredero universal de un capital ya agotado en su principal hace varias décadas de Don Tomás, antiguo propietario del edifico cuyos bajos ocupaba La Flor de la Pasión. Ernesto cincuentón solitario y amargado, alcohólico convencido, maltratador de una delicada mujer, amor de su niñez y nieta de un íntimo amigo de Don Tomas, que pidió el divorcio harta de recibir paliza tras paliza cada noche desde que él fuera despedido de la inmobiliaria donde trabajaba como agente comercial hace ya más de cinco años, y el alcohol se convirtiese en su única razón para vivir y soportar una existencia plagada de fracasos profesionales. Delgado hasta el extremo, siempre con barba canosa de varios días, de tez amarillenta, pelo engominado con la propia grasa producida por la falta absoluta de un aseo generalizado, de mirada torva, y siempre hiriente con la palabra y en el trato con las chicas de La Flor. También andaría por el local Eugenio, un joven de edad indefinida, más cerca de los treinta a estas alturas de su vida, callado siempre por pura timidez, cliente asiduo desde que conoció una noche de borrachera y de loco desenfreno casi a la hora del cierre a Martita, la última adquisición de Flor como chica de compañía de sus fieles clientes. Eugenio se enamoró perdidamente de aquella ninfa gallega, llegada de una aldea de Ourense huyendo de una vida repleta de hambre, sin sabores y desgracias desde su más tierna infancia. Como Miguel bien sabía, Eugenio le iría a recibir nada más traspasar las cortinas granates de terciopelo, decoradas con manchas de distinto tamaño y solera. Se pegaría a él durante el tiempo necesario hasta que le pagase un cuba libre bien cargado de cualquier ron con el que aguantar la noche y así mantener intacta la ilusión de terminar una velada más compartiendo catre en la pensión con el único amor de su vida. Todos en La Flor sabían que Eugenio frisaba el límite mental que separa a los retrasados del resto de la humanidad, incluso Martita, aún sabiendo de sus limitaciones, actuaba y se relacionaba con él más desde la compasión que desde el ejercicio de la profesión a la que se dedicaba desde muy temprana edad.

Por último y más tarde que él llegaría Jaime “el Barreiros”, camionero de profesión, asiduo las noches de los lunes, jueves y sábados, siempre que llegaba de vuelta a Madrid desde alguno de los destinos donde transportaba los portes que le contrataban desde alguna de las fábricas de componentes para automóviles en los polígonos del extra radio sur de la capital. Hombre soltero, corpulento, rudo en sus ademanes, sin dobleces, generoso con las chicas, fanfarrón con el que le ponía oídos cuando relataba sin perjuicios las odiseas de una vida entera en la carretera, gran bebedor e imposible de agotar en las horas que caminan de forma inexorable hasta al amanecer. Capaz de no dormir y emprender viaje a la mañana siguiente después de devorar pantagruélicos desayunos en cualquier tasca o bar de los polígonos donde aparcaba su viejo Volvo a su llegada a Madrid.

Todos ellos eran la clientela fija, los asiduos compañeros de cada noche, los amigos seguros que nunca faltaban a la cita. De vez en vez entraba algún despistado noctámbulo en busca de una última copa, o de una esporádica compañía para terminar la noche y no despertar a la mañana siguiente en soledad y con las nauseas producidas por el exceso del alcohol consumido.

Pero Miguel sabía que la verdadera razón por la que acudía noche tras noche a aquella cita, la razón por la que después de cenar, asearse, y vestirse con su único traje emprendía su paseo nocturno hasta el número tres de la calle Leganitos, no era otra que acudir a su encuentro con Flor. Mejor dicho con ella y con sus chicas, y también porque no reconocerlo con sus correligionarios devotos todos ellos de aquel bar de la noche donde el amor, la amistad, la camadería compartían a partes iguales con los más bajos instintos y sentimientos las horas hasta un nuevo e irremediable amanecer. Todos ellos eran su familia, y si el grupo variopinto de fijos no tenía desperdicio, ellas no les quedaban atrás. Flor, la dueña del local y alma que fue de la noche de Madrid, regentaba aquel garito desde hacia ya más de veinte años. Miguel la conoció cuando recién llegada al mismo nadie sabe muy bien desde donde, se había convertido en la reina del lugar. De una belleza demoledora, devastadora, sensual en las formas y en los modos, arrebatadora y hechicera había enamorado a medio Madrid noctámbulo de aquella época y engatusado a la otra mitad. Su verdadero nombre era Angustias, pero comprendió a la primera que en aquel lugar nunca haría carrera respetando la voluntad de sus padres a la hora del bautizo y se apropio del gentilicio del local que la haría la más famosa musa de la noche de la capital. En pocos años desde su llegada se hizo con el control absoluto del garito y al cabo de otros pocos le compró la propiedad del mismo al antiguo dueño, un mafioso barriobajero venido a menos por las deudas y el consumo indiscriminado de cocaína en noches de vicio y desenfreno. Flor había sabido manejar el negocio y aunque las nuevas modas habían ido mermando su resplandor y clientela, mantenía todavía hoy los suficientes ingresos como para vivir de la noche y mantener abierto el que había sido el local de referencia en las noches más locas de esta ciudad. Con Flor trabajaba aún Julita, encargada del guardarropa, de edad ya muy avanzada, enjuta, pero igual de pizpireta que cuando tenía a penas veinte años y entró en el local para vender tabaco de importación y extra perlo a lo más granado de la noche. Fiel compañera y amiga que había sabido estar siempre al lado de su jefa, en los mejores y en los peores momentos del negocio, ayudando en todo y siempre con la mejor predisposición y sonrisa. Jamás se casó, jamás se le conoció varón y alguna mala lengua del lugar señalaba como razón que se había enamorado de la Diva nada más verla atravesar la puerta del bar una mañana de otoño hace ya muchos años.


El resto del grupo lo componían Martita, la última en sumarse, Rosa y Leonor. Estas dos, ya veteranas, habían llegado prácticamente a la vez, poco más de un mes había separado su entrada en La Flor. Llevaban casi diez años formando parte del cuarteto que atendía noche tras noche a la clientela del local, desde la barra, atendiendo las mesas, haciendo compañía a sujetos solitarios, lidiando con borrachos babosos y tocones, despachando a clientes rezagados, y aliviando con actos pagados y a la carrera necesidades de la lívido contenida, en un cuartucho pegado al almacén en el interior del local. Ambas dos guardaban para ellas recuerdos poco confesables, mil arañazos en sus almas y más de una cicatriz en sus cuerpos producidos por amantes y chulos proxenetas que habían intentado vivir a su costa.
 
Miguel estaba casi en la puerta de La Flor de la Pasión. Una noche más dentro todos esperaban su llegada, una noche más cada uno de ellos confiaba en verle entrar, despacio, despojándose de su sombrero con el mismo pausado movimiento, quitarse el abrigo, dejarlo sobre el mostrador del guardarropa y con el mismo ademán de cada noche estirarse después la chaqueta de su traje, asegurar el nudo de su corbata y encender allí mismo el primer cigarrillo que Julita le ofrecía desde hace ya casi una vida. Todo debería ser igual que cada noche desde hace ya muchos años pero un ruido seco rasgo el silencio de la noche, un pequeño estruendo inundó el callado sonido del silencio. Miguel no atravesaría el umbral de la puerta de La Flor de la Pasión, yacía en el suelo a penas a medio metro de distancia de la que él consideraba su casa, donde le esperaba la que él consideraba su única familia, donde cada noche le esperaba su único amor.

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La Residencia de Estudiantes


El pasado viernes 1 de Octubre se cumplió el primer centenario de la Residencia de Estudiantes. Fue fundada por la Junta para la Ampliación de Estudios en 1910 como producto directo de las ideas renovadoras que había iniciado en España Francisco Giner de los Ríos con la fundación en 1876, junto con Teodoro Sainz Rueda, Gumersindo de Azcarate y Nicolás Salmerón entre otros, de la Institución Libre de Enseñanza, al separarse de la Universidad Central de Madrid para defender la libertad de cátedra y negarse a ajustar sus enseñanzas a cualquier dogma oficial en materia religiosa, política o moral, tras la puesta en marcha del modelo político de Cánovas en 1875.

Desde su nacimiento La Residencia fue el centro neurálgico de la cultura de este país es sus diferentes épocas. En la primera de ellas coincidieron tres de las más importantes figuras de la cultura española del siglo XX: el cineasta Luis Buñuel, el poeta Federico García Lorca y el pintor Salvador Dalí. A este grupo de amigos hay que añadir el del ingeniero Pepín Bello uno de los más longevos habitantes de la institución. Entre residentes e invitados asiduos por ella han pasado lo más granado de nuestra cultura del siglo pasado: Jorge Guillén, Severo Ochoa, Miguel de Unamuno, Manuel de Falla, José Ortega y Gasset, Pedro Salinas, Blas Cabrera, Eugenio d’Ors, entre los primeros y Rafael Alberti, Juan Ramón Jiménez, Gerardo Diego y tantos otros entre los segundos.

Creo que nunca ha existido en lugar alguno una mayor concentración de intelectuales de las distintas disciplinas que forman el vasto mundo de la cultura, al menos en nuestro país. Creo que ésta debería ser un lugar de culto, una visita obligada para todos, para poder respirar seguro un aire exclusivo, único, con una concentración infinita de conocimiento y arte por milímetro cúbico.

Siento una nostalgia imposible, una envidia maledicente, una frustración impropia de alguien que por edad y nacimiento nunca podría haber compartido unas vivencias únicas y exclusivas de unos pocos. Fantasear e imaginar son ejercicios que uno puede desarrollar hasta extremos ilimitados, y en esos sueños que uno tiene despierto acaricia la falsa realidad de haber compartido tan sólo un pequeño ápice de aquella vida impregnada de liberalismo, de modernismo, de nuevos movimientos culturales, de respeto y admiración. Si existe un privilegio en esta vida que realmente te hace un ser distinto e inmensamente rico en el plano intelectual y espiritual, en el plano de lo intangible como ser humano, este es el del conocimiento, y no existe mejor manera para aumentar tan preciado tesoro que compartir e intercambiar con lo más granado del mundo de la cultura las ideas, las obras, los hechos, los avances, las tendencias y la expresión personal de la creación individual de las artes.

Para aquellos que admiramos sin límites el mundo intelectual, La Residencia debería ser un centro obligado de peregrinación. Debemos alegrarnos de que después de un siglo siga aún viva dando cabida a los artistas de hoy, albergando todo tipo de actos culturales, reuniendo entre sus paredes lo mejor de cada una de las disciplinas que configuran nuestro bagaje cultural, de todos los que en el mundo entero dejan nuestra huella y señal de identidad como país que está y debe permanecer en la vanguardia de un mundo que crean unos pocos para el deleite de todos.

Desde este blog me sumo a los homenajes y al reconocimiento que en estos días se celebran de lo que yo denominaría como la verdadera Casa de la Cultura.